2 de enero 2011
Jorge Durand
La Jornada
Según los más recientes reportes del Banco Mundial, México ostenta el primer lugar a escala global como país exportador de migrantes, con 11.9 millones. Le siguen de cerca India (11.4) y Rusia (11.1). Pero la comparación requiere de ciertas precisiones que hacen más preocupante nuestra situación. India es un país de mil 200 millones de habitantes, 10 veces más grande que México. Mientras India tiene fuera de su territorio a uno por ciento de su población, México tiene en el exterior a 10 por ciento.
En el caso de Rusia la comparación es aún más desventajosa, ya que en realidad está en una situación de equilibrio migratorio. Ha expulsado a 11.1 millones pero ha recibido a 12.3. Lo que lo coloca en el segundo lugar a escala mundial en cuanto a recepción de migrantes.
Si analizamos el comportamiento de las remesas a escala mundial, tampoco salimos muy bien librados. En primer lugar está India, con 55 mil millones de dólares; luego China, con 51 mil, y en tercer lugar México, con 22 mil 600 millones. India y China reciben el doble de remesas que México con una cantidad menor de emigrantes, lo que en otras palabras significa que indios y chinos reciben mejores salarios que los mexicanos y remiten más dinero. En efecto, India es el principal exportador mundial de personal médico. Pero México no canta mal las rancheras: 8.5 por ciento de los médicos entrenados en el país trabaja fuera y está ubicado en el sexto lugar mundial.
En el balance migratorio global, México sigue siendo un país exportador neto de mano de obra barata para el mercado de trabajo estadunidense. Las remesas tienen un impacto importante a nivel regional, sobre todo para las familias de los migrantes. Pero el ingreso de migradólares, de divisas para el país, es importante para la balanza de pagos, pero tiene un papel menor dada las dimensiones de la economía mexicana.
El balance económico y demográfico arroja claroscuros. Pero el panorama político y social es bastante más complicado. En Estados Unidos se canceló, hace apenas un par de semanas, la posibilidad de avanzar de manera parcial en una reforma migratoria. Los republicanos en bloque y algunos demócratas le cerraron el camino a la legalización a los menores de edad que habían ingresado como indocumentados acompañando a sus padres. Técnicamente ellos no eran responsables, menos aún culpables.
La persecución y deportación de migrantes será la tónica del próximo año en Estados Unidos. Los republicanos cerraron la puerta del Congreso a cualquier tipo de reforma y se disponen a apoyar legislaciones locales que se dediquen a perseguir la migración indocumentada. El caso de Arizona, que finalmente le dio la victoria a la gobernadora Jan Brewer, será un ejemplo a seguir, aunque no se asegura que la propuesta antinmigrante funcione de la misma manera en todos los contextos. El voto latino sigue siendo la única clave que puede frenar el avance de la ultraderecha. En los estados donde el voto latino es importante, los políticos de ambos partidos tienen que adoptar precauciones. En California la propuesta antinmigrante no les dio el resultado esperado y en Texas hay dudas sobre su posible efectividad.
En México, la emigración de mexicanos ha pasado a segundo plano. Es la migración en tránsito la que se ha convertido en tema y problema mayúsculo. La masacre de San Fernando, en Tamaulipas, donde fueron ultimados 72 inmigrantes, no fue lo suficientemente trágica y pavorosa como para que se buscara una solución definitiva. Su carácter excepcional jugó en contra. Fue algo tan fuera de toda dimensión, tan terrible, tan espeluznante, que se pensó que no iba a volver a suceder.
Pero ha vuelto a suceder y la respuesta de México ha dejado mucho que desear. Ante las denuncias de secuestros masivos de migrantes en Oaxaca, se procedió a desplegar una investigación burocrática que negó los hechos. Luego varios funcionaros y comunicadores respondieron indignados y ofendidos ante la protesta diplomática de varios países centroamericanos. Finalmente, tuvieron que investigar, recular y proceder.
Ha sido la denuncia valiente y airada del padre Alejandro Solalinde, del albergue Hermanos del Camino, la que motivó una avalancha mediática que ha obligado al gobierno de Oaxaca y a la Secretaría de Gobernación a adoptar algunas medidas para tratar de salir del apuro. Se ha propuesto una “fiscalía especial”, se han realizado algunas detenciones y se han recuperado algunos cadáveres. El negocio de la extorsión de migrantes ha sido atribuido a los zetas, y con la denuncia viene la justificación: es el crimen organizado el culpable y el gobierno del presidente Calderón es el paladín de esta lucha. Con ese argumento habrá que esperar a ganar la guerra contra el narco para solucionar el problema del secuestro, la violación y la extorsión de los migrantes en tránsito.
No hay una política para la migración en tránsito y este es un problema generalizado a escala mundial. Ciertamente no es un asunto de fácil solución, pero ya no es posible negar los hechos y hacerse de la vista gorda. La solución planteada hace años para la frontera norte, con la formación del Grupo Beta, fue una medida exitosa que todavía sigue vigente. Pero su trasplante mecánico a la frontera sur deja mucho que desear. Su función es, por decir lo menos, inoperante y ambigua.
La migración en tránsito es un tema de responsabilidad compartida entre los países de origen, tránsito y destino. Eso en teoría; en la práctica, los centroamericanos reclaman y exigen, México no sabe qué hacer y Estados Unidos se lava las manos.
El modus operandi de los secuestradores es ampliamente conocido, hay decenas de testigos y los rescates llegan por transferencias bancarias internacionales. Más que fiscalías especiales (de las cuales ya tenemos amplia experiencia) se requiere de comandos especializados en el combate de este tipo de delito.
Ya no es posible seguir con la política de la avestruz o la de echarle la culpa al vecino.
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